Mirar sin ver: violencia, silencio y desensibilización en el ‘soma’ digital

Quizá nos hemos acostumbrado a mirar sin ver. A deslizarnos entre imágenes de dolor sin saber muy bien qué hacer con ellas. A veces sentimos que estar informados es una forma de estar presentes, de no ser indiferentes. Pero también podría ser que tanta exposición nos esté alejando, poco a poco, de algo más esencial: el juicio, la pausa, la posibilidad de conmovernos de verdad. No es fácil saber cuándo dejamos de sentir o si alguna vez lo hicimos del todo. No hay respuestas claras, solo preguntas que incomodan. Tal vez pensar despacio no resuelva nada, pero podría ser una forma distinta de estar más cerca y de quizás poder entender el valor intrínseco de las cosas.

por @RhizomatikaLab

«…el soma, el delicioso soma, medio gramo equivale a medio día de descanso, un gramo a un fin de semana, dos a un viaje por el lejano Oriente.. corriendo de chica en chica neumatica, de campo en campo de golf electromagnético…»

Aldous Huxley. Un mundo perfecto

Marina Abramović (Belgrado, 1946) ya había explorado los límites de su cuerpo y su conciencia en performances previas cuando en diciembre de 1974 decidió entregar su integridad física al público en Rhythm 0. Durante seis horas, en la Galleria Studio Morra de Nápoles, permaneció completamente inmóvil frente a una mesa con objetos tan diversos como una rosa, pintalabios, miel, uvas, cuchillas, clavos, una pistola y una sola bala.

“Performance. Yo soy el objeto”, leían los espectadores en un cartel. “Hay 72 objetos sobre la mesa que pueden usarse sobre mí como se desee. Durante este período, asumo toda la responsabilidad”. Al principio, muchos se limitaron a tocarla con delicadeza, a besarla, a adornarla. Pero a medida que pasaban los minutos, esa contención se diluyó: le cortaron la ropa, le dibujaron genitales, le hicieron cortes superficiales en el cuello, le escupieron, la manosearon de forma agresiva, la humillaron. Le pusieron la pistola cargada en la cabeza, y en uno de los gestos más inquietantes, alguien la colocó en su mano con el dedo en el gatillo, como si le insinuara que se disparara a sí misma. Al final, cuando Marina empezó a moverse, el público huyó en silencio.

Esta no fue una obra sobre resistencia, sino sobre la cesión total. Abramović quería comprobar qué ocurre cuando el cuerpo humano deja de ser sujeto y se vuelve cosa. Lo inquietante fue descubrir que la violencia no necesitó de un estímulo político ni una excusa religiosa: sólo bastó una oportunidad y la garantía del silencio.

La obediencia sin pensamiento

Esa pasividad de quienes observan —o incluso participan— nos remite inevitablemente a Hannah Arendt. Esta filósofa política germano-estadounidense, una de las voces más lúcidas del siglo XX, nos ayudó a comprender cómo los regímenes autoritarios no solo se construyen con violencia, sino con pasividad. En su crónica Eichmann en Jerusalén, escrita tras asistir al juicio del funcionario nazi, acuñó una expresión que incomodó a muchos: “la banalidad del mal”. Arendt no hablaba de monstruos ni de ideólogos fanáticos, sino de otra cosa. Algo más gris y más inquietante.

Adolf Eichmann, uno de los principales organizadores logísticos del Holocausto, no parecía tener un perfil especialmente perverso. No gritaba. No mostraba odio. No parecía siquiera comprender del todo el alcance de lo que había facilitado. Según Arendt, “los actos fueron monstruosos, pero quien los cometió era terriblemente normal, ni demoníaco ni monstruoso”.

Lo que quiso señalar no era una maldad espectacular, sino una ausencia radical de pensamiento. Una desconexión moral. Un modo de funcionar sin preguntarse por qué. Sin juicio.

En ese vacío —no de conciencia, sino de atención— encontraba Arendt el germen de lo intolerable: el mal como resultado de la rutina, de la obediencia automática, de la inercia institucional. “Lo más terrorífico de Eichmann es precisamente que muchos eran como él, y que estos muchos no eran ni pervertidos ni sádicos, sino que eran, y siguen siendo, terriblemente normales.” escribió.

Los espectadores de Rhythm 0 tampoco necesitaban un motivo. Nadie los forzaba. No había ideología ni coacción. Solo una consigna escrita en la pared: que podían hacer lo que quisieran. Bastó con eso.

No fue una decisión colectiva ni una explosión súbita. Fue algo gradual. Silencioso. Primero una flor. Luego una risa. Después, una herida.

Y al final, cuando Marina se movió, el público se dispersó. Como si lo ocurrido necesitara también desaparecer. Como si lo más insoportable no fuera lo que se hizo, sino haberlo hecho sin pensar.

El secuestro de la reflexión

¿Y si, entre las muchas causas posibles que permiten que la violencia se canalice sin resistencia, existiera una especialmente silenciosa, pero eficaz? ¿Y si esa causa fuera, precisamente, la renuncia —casi imperceptible— a detenernos a pensar de verdad?

Ese permiso hoy no se otorga desde una galería de arte. Se programa y se emite desde las pantallas.

El psicólogo y economista Daniel Kahneman, premio nobel de economía, propuso una distinción que ayuda a explorar esta posibilidad. En Pensar rápido, pensar despacio, plantea que convivimos con dos sistemas de pensamiento: uno inmediato, intuitivo, emocional (el Sistema 1), y otro más pausado, reflexivo, deliberativo (el Sistema 2). Ambos coexisten, pero no siempre en equilibrio. Cuando el entorno premia la velocidad y castiga la pausa, el pensamiento lento se relega.

Las redes sociales, los noticiarios sensacionalistas, los vídeos cortos y virales están diseñados para activar el Sistema 1. No para hacernos pensar, sino para provocar reacciones inmediatas.

Kahneman advierte que, cuando estamos cansados, cuando el mundo nos exige demasiadas decisiones pequeñas y rápidas, abandonamos el pensamiento lento. Dejamos de reflexionar. Y ahí, nos volvemos más manipulables, más crédulos, más insensibles. Nos indignamos, sí, pero de forma automática. Denunciamos, pero no comprendemos. Retuiteamos, pero no nos detenemos a “mirar”.

¿Y si no fuera necesaria una censura explícita para silenciar? ¿Y si bastara con la saturación o con la hiperestimulación constante?

Quizás no sea la única explicación posible, ni pretende serlo. Pero tal vez sea una de las más inquietantes: que el silencio no se imponga desde fuera, sino desde dentro. Porque dejamos de pensar, porque ya no queda tiempo. Y porque esa renuncia nos adormece, nos anestesia, nos vuelve menos permeables al dolor ajeno.

La estetización del sufrimiento y la normalización del horror

Susan Sontag lo anticipó con una claridad dolorosa. En Ante el dolor de los demás, advirtió que la imagen de la violencia, repetida sin contexto, no despierta empatía, sino indiferencia. “Las fotografías de víctimas de la guerra solo nos conmueven la primera vez. Luego nos convertimos en espectadores inmunizados”.

La imagen del sufrimiento, dice Sontag, puede ser transformadora si va acompañada de una narrativa, de un contexto, de un ejercicio ético de interpretación. Pero en la mayoría de los casos, no lo está. Mirar el dolor de otros es una experiencia que puede hacernos más humanos… o más cínicos. La compasión, decía Sontag, se desgasta, “Necesitamos estar convencidos de que todavía nos afecta lo que vemos. Pero esa necesidad también puede hacernos más cínicos.”

Hoy, las imágenes de cuerpos mutilados, de niños palestinos bajo escombros, de civiles torturados en conflictos olvidados, desfilan por nuestras pantallas con la fugacidad de un “story” de Instagram. Ni siquiera nos escandalizan: nos entretienen brevemente y luego desaparecen. Y eso —esa transición de la compasión al scroll— es lo que más debería inquietarnos.

Frente a lo que ocurre en Gaza, en el Sahel, en Haiti, en Yemen, en Sudan, no es que falte información. Falta atención. Falta contexto. Falta humanidad en la intermediación de lo real. Como reflexionaba Judith Butler, “no toda vida está considerada vida. No toda vida es llorada cuando se pierde. Algunas vidas no son vistas como vidas en absoluto. Su pérdida no es una pérdida.”

Los algoritmos priorizan aquello que genera clics, no aquello que exige reflexión. El dolor del otro no es rentable si incomoda demasiado. Por eso las masacres del sur global, las tragedias de los pueblos desplazados, o incluso la injusticia social que nos rodea en muchas sociedades occidentales no figuran en la jerarquía de la atención digital. No es que no existan. Es que no cotizan.

La violencia ya no se oculta. Se estetiza, se trivializa. Se convierte en paisaje, en fondo de pantalla. Para que siga ahí… sin doler.

Herencia emocional y pedagogía del desinterés

El problema no es solo cultural. Es político. Las élites digitales han comprendido que un ciudadano distraído, saturado y emocionalmente anestesiado es mucho más fácil de gobernar. La sobreexposición a imágenes, datos, estímulos y urgencias fragmentadas no educa: entorpece, entumece, desgasta. Y esa insensibilidad se transmite sin que lo notemos.

Se repite con frecuencia —con un tono paternalista y nostálgico— que las generaciones anteriores tenían más valores. Que sabían educar mejor. Que eran más resilientes. Pero muchos de esos mismos adultos que hoy critican la supuesta pérdida de referentes morales pasan horas enganchados al móvil, haciendo scroll infinito en Instagram, reposteando titulares sin leerlos, opinando sin detenerse, anestesiando su atención con las mismas herramientas que luego denuncian.

No es solo una cuestión de juventud ni de tecnología. Es una pedagogía invisible que se reproduce a diario: en los hogares, en los medios, en la forma en que jerarquizamos lo que importa. La sensibilidad no se hereda: se entrena. Y hoy, por mucho que nos jactemos de «tener criterio», la entrenamos mal.

En el ámbito doméstico también se perpetúa esa anestesia. Conversaciones que trivializan la violencia. Silencios que se justifican en nombre del “no meterse”. Incomodidades que se esquivan por miedo a tensar la sobremesa. El pensamiento crítico se sustituye por el confort emocional. La ética se disuelve en la opinión. Y la empatía se convierte en una molestia fugaz.

Antonio Gramsci lo advirtió con lucidez en sus Cuadernos de la cárcel: “toda relación de hegemonía es necesariamente una relación pedagógica”. El poder no necesita imponerse con violencia cuando logra infiltrarse como sentido común. Cuando lo que debería incomodar se vuelve paisaje. Cuando ya no hace falta justificar lo que se ignora, porque ni siquiera se registra.

Hoy, esa pedagogía del desinterés se construye en los feeds personalizados, en los algoritmos que jerarquizan emociones, en los titulares que seleccionan qué muertes importan y cuáles no. La cultura dominante no necesita gritar “esto es verdad”. Le basta con lograr que todo lo demás parezca irrelevante.

Michel Foucault, por su parte, fue más allá: el poder no solo prohíbe, también produce. No solo reprime, sino que genera discursos, normas, costumbres, verdades. Lo que sentimos como natural —nuestra forma de mirar, de desear, de juzgar— es el resultado de estructuras invisibles que nos moldean. En su célebre frase, “el alma es la prisión del cuerpo”, Foucault no hablaba de religión ni de mística, sino del modo en que lo social se internaliza como destino.  Hoy, esas estructuras tienen nombre: algoritmo, plataforma, recomendación, liketrending topic

Pensar como resistencia

Frente a la saturación, la banalización del horror y la anestesia emocional, queda una sola defensa: el pensamiento lento. El juicio ético. La capacidad de entender el valor intrínseco de las cosas. La pausa. La lectura que incomoda. La conversación que no busca likes. La puesta en escena que no decora, sino desvela.

Pensar —en este contexto— es desobedecer. No consiste solo en detenerse, sino en ir contra la corriente que nos entumece. Es reaprender a mirar con juicio, a sentir sin anestesia, a recordar lo que el exceso de estímulos intenta borrar.

Abramović, Arendt, Kahneman, Sontag, Gramsci, Foucault —desde sus disciplinas y sus propias experiencias— nos han mostrado los mecanismos que permiten que lo intolerable sea tolerado. Nos han advertido que el mal no siempre necesita odio. A veces le basta con la costumbre.

Pensar, entonces, no es solo una defensa: es una forma de desobediencia íntima. Una forma de habitar el mundo sin cederlo del todo. De recuperar el cuerpo, el juicio, la memoria.

Romper la costumbre de mirar sin intervenir no es tarea fácil. Pero tal vez sea la única que nos queda. Porque si hoy seguimos observando —como aquel público de Rhythm 0— sin decir nada, mañana puede que, cuando esta performance en la que estamos sumidos acabe, ya no quede nadie que pueda moverse.

* Miguel Alexandre Barreiro-Laredo es Fellow en MIT y profesor asociado en IE University y IE Business School. Colabora como asesor del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) en las áreas de resiliencia, gobernanza y respuesta a crisis.

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